Amargo y Dulce Café Rosalba
Cecilia Mena, la mujer emprendedora de uno de los cafés más emblemáticos de Frutillar, cuenta cómo alcanzó el éxito tras haberlo perdido todo.
Por Catalina Ramos.
Eran las una de la madrugada del 1 de julio de 2012 cuando Cecilia Mena sacaba de la cama a sus dos hijos de un tirón para escapar de las llamas que consumían su casa. “Afortunadamente me desperté”, cuenta Cecilia. “Me acuerdo que una amiga una vez me contó que los incendios suenan como agua y esa noche miré para afuera, pero no estaba lloviendo”. Pensando que alguien había olvidado cerrar alguna llave, Cecilia se levantó y se enfrentó a lo inesperado: el fuego.
Colmada de adrenalina, bajó las escaleras, salió de la casa y abrazada a los suyos observó cómo su hogar se convertía en una hoguera. Y, como si fuera poco, los bomberos, que celebraban el su día, no llegaron a tiempo. “Nosotros pescamos extintores, pero era demasiado el descontrol del fuego”, dice Cecilia. En 20 minutos se quemó por completo su casa, que además era su hotel boutique, que acababa de remodelar tras seis meses de trabajo.
En enero de 2012 Cecilia llegaba con sus maletas a un estival Frutillar. “Mi papá había comprado una casa antigua y me dijo: ‘listo, ándate a emprender’.”
Luego de seis meses, la casona se transformó en un hotel boutique, pero nunca fue abierto oficialmente al público. Las llamas se adelantaron a la inauguración.
“Fue terrible, pero me di cuenta que debía reinventarme. No podía echarme a morir”, cuenta desde su oficina. “El incendio me enseñó que no hay que hacerle caso al miedo. Es como si hubiese quedado frente a una tela en blanco, tenía que empezar de cero. No quedó de otra”.
Hoy, a 5 años de la tragedia, Cecilia es dueña y administra uno de los cafés más conocidos de Frutillar Bajo, Café Rosalba, en honor a su bisabuela, abuela e hija.
“Prácticamente no había dónde ir a tomarse un café bien cortado y bien colado. Eran puros tarros de Nescafé. Había que hacer algo bien hecho”, explica.
Pero la nueva aventura de Cecilia no fue bien vista por el resto. “Soy una mujer divorciada, en el sur de Chile y muchas personas me dijeron que por eso me iba a ir mal y que no iba a poder”, dice sosteniendo su taza de café.
Haciendo oídos sordos, Cecilia siguió adelante con el apoyo de su padre. Armó su equipo y empezó a trabajar en cada detalle de su negocio, que además de ofrecer cafés, vende kuchens de murta – típicos de la zona-, almuerzos caseros como quiches y lasañas, entre otros.
“No ha sido tarea fácil. En Chile hay una falta de educación del fracaso, pero todo se puede”, dice Cecilia convencida de que para vender lo que sea, no necesariamente se requiere ser ingeniero comercial.
“Todos pasamos por traspiés en la vida, pero nadie nos enseña como hacerlo en tiempos de crisis. Hay que darle pa’ delante”. Cecilia esboza una sonrisa y toma un último sorbo de café. Un dulce sorbo de café.
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